El proyecto Iberlince pretende aumentar en cinco años la población mundial de lince ibérico a 450 ejemplares, el doble que en la actualidad. Llegar a esta meta permitiría rebajar un peldaño el alto grado de amenaza de la especie, el felino más amenazado del planeta. Y recuperar las poblaciones extinguidas hace unas pocas décadas de Castilla-La Mancha, Extremadura y Portugal. Cuenta para ello con un presupuesto de 34 millones de euros, que se suman a los 36 millones gastados sólo en Andalucía desde 2002.
Ojalá lo consiga, pero antes de poner en marcha ampulosas estrategias de cría en cautividad bien estaría que solucionara los graves problemas políticos y de gestión que amenazan a la reducida población salvaje, y que la han llevado al terrible estado en el que ahora se encuentra. Aquellos que explican que, como ha denunciado Ecologistas en Acción, mientras el felino se recupera lentamente en Andalucía, al otro lado de esas ficticias fronteras entre comunidades autónomas, en Castilla-La Mancha, cada nuevo lince que llega es un lince muerto.
Animales aventureros, cruzan sin saberlo la línea imaginaria de ambas regiones y desaparecen. Las encinas y los conejos son iguales. Incluso mejores. Pero cambian los dueños de los cotos de caza y cambian los políticos, curiosos seres empeñados en obligar a sus técnicos a mirar para otro lado cuando los cazadores deciden controlar depredadores caiga quien caiga. Permitiendo el regreso de los alimañeros con sus lazos y sus trampas, con sus venenos y sus escopetas. Convirtiendo el norte de Sierra Morena en un agujero negro engullidor de linces y esperanzas.
Nos gusta jugar a ser dioses. Llevar especies hacia la extinción y luego invertir fortunas en tratar de recuperarlas. Pero si no resolvemos antes los problemas de conservación, todos estos programas millonarios de reintroducción de animales criados en cautividad estarán condenados al fracaso. Y el matar linces, por acción o por omisión, seguirá siendo un gran negocio a repartir entre adictos y votantes.
Las auténticas políticas de conservación no van por ahí. Hace falta más educación, más conciliación, más convenios con propietarios de fincas privadas y sociedades de cazadores, más mejora del hábitat y menos carísimos centros regionales de relumbrón.
Pero nuestros políticos parecen entenderlo al revés y siguen soñando con inaugurar grandes complejos donde hermosas placas de bronce alaben sus delirios. Quizá porque no hay manera de cortar cintas con los colores de la bandera autonómica en bosques bien gestionados donde el lince corra feliz y seguro.
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